La rana viajera, de Julio Camba
Publicada por primera vez en 1921, La rana viajera supone el reencuentro del incansable viajero con su «charca», donde todo sigue exactamente igual que cuando la dejó: la misma gente, las mismas ideas, las mismas costumbres se reproducen y perpetúan de un modo cansino.
Tiene el lector en las manos un libro divertido y triste a la vez, sagaz a la par que incómodo, no exento de una crítica mordaz y de una voluntad de crear polémica desde el humor y con un estilo ingobernable, un libro que invita a repensar los problemas de este país desde una óptica distinta y que, conforme avanza, nos convence de la tremenda actualidad de Julio Camba como escritor: no es ya que algunos de sus artículos parezcan escritos anteayer, es que muchos podrían pasar, perfectamente, por ser la columna de pasado mañana.
Mis artículos de entonces, como los que más tarde escribí desde otras capitales, tenían la pretensión de estudiar experimentalmente el carácter nacional, pero el único sujeto de experimentación que había en ellos era yo mismo. Yo estoy en mis colecciones de crónicas extranjeras como una rana que estuviese en un frasco de alcohol.
Ahora el poeta vuelve a su tierra, es decir, la rana torna a la charca. Pero, y sin que haya llegado a criar pelo, ya no es la misma rana de antes.
A mi vez, yo diré que una noche me despedí de unos amigos con los que había estado cenando en un café de la Puerta del Sol. Creo que les dije que iba a volver en seguida, y volví siete años más tarde; pero ¿qué son siete años en un café de Madrid? Los amigos estaba todavía allí, y la discusión continuaba.
Ahora comprendo por qué tantos escritores malos tienen tantos y tan buenos admiradores. Con dos admiradores más, yo me volveré completamente idiota.
En España, país de los viceversas, son solo algunos pobres campesinos andaluces quienes pronuncian la hache. Las demás gentes se limitan a usarla como un elemento decorativo, y mientras unas se la echan al te, otras se la ponen a las toallas.
Son artículos muy cortos y resultan muy cómodos de leer. Es verdad que tiene que apetecerte un texto así; un texto que no implica una historia, que no tiene un hilo común, que no es ficción. Es casi como si tuvieras en tus manos la visión irrisoria de alguien que miraba la vida hace 100 años.
—No—respondo—. Yo no soy un celta. Acaso lo haya sido alguna vez, pero en una época tan remota, que no conservo de ello ni el más vago recuerdo. Si yo fui celta, este fausto suceso me aconteció mucho antes del imperio romano, y, desde entonces acá, ¡han pasado tantas cosas! Es posible que, en el transcurso de los siglos, yo haya sido también godo, fenicio y moro. Los irlandeses se las echan a su vez de celtas, y, sin embargo, yo me siento mucho más afín a un madrileño que a un irlandés.
La sensibilidad ante la música no tiene para mí mucho más valor que la sensibilidad ante el zumo de cebolla.
Eso sí, no voy mucho más allá del valor del texto, quizá demasiado personal, demasiado irónico y demasiado general para que me haya encantado. Ha estado bien, ha sido interesante, algo diferente; quizá hubiese agradecido una edición con notas del editor que me explicara quién era quién, o a qué hacía referencia el texto.
Buen post Carmen, besos
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